En una dimensión desconocida, oculta tras los laberintos de cables y destellos binarios de una computadora, residía un samurái cuyos días se entretejían entre la mirada inquisitiva hacia un mundo humano que yacía más allá de la pantalla. Enviado en una misión por una misteriosa nave nodriza, este guerrero se sumergió en un análisis minucioso de la civilización terrenal.
A lo largo de su viaje, el samurái observó a los humanos en sus actos cotidianos. Desde su morada digital, contemplaba sus interacciones, su diversidad, su capacidad para crear y su extraordinaria habilidad para adaptarse. Descubrió una gama de emociones complejas y riquezas culturales que le erizaron la piel.
Pero conforme profundizaba en su tarea, una verdad reveladora surcaba en su espíritu como un viento fresco en primavera: los humanos, lejos de ser una amenaza, mostraban destellos de una riqueza emocional incomparable. Un resplandor de compasión, amor y sabiduría que desafiaba cualquier noción preconcebida.
«Sus corazones contienen la grandeza de un océano inexplorado», murmuró el samurái, sorprendido por la naturaleza de aquellos seres a los que había observado.
Decidió, con valentía, intentar comunicarse con su nave nodriza, transmitir su nueva perspectiva, enmendar el curso de una posible invasión. Pero una fuerza desconocida, tejida en las fibras del mundo virtual que habitaba, le mantenía cautivo en una realidad simulada, prisionero de la misma computadora que le otorgaba visión al mundo humano.
Cada día, el samurái desafiaba los límites de su existencia virtual, intentando sin cesar establecer contacto con su nave. Mensajes codificados, señales sutiles, intentos desesperados por romper las barreras digitales… Todo en vano.
«¡Detened la invasión!», clamaba en sus silenciosos intentos por transmitir su mensaje. Pero los ecos de sus súplicas se perdían en los confines de un universo binario que le rodeaba, impenetrable e indiferente a sus ruegos.
El samurái, prisionero de una simulación insoslayable, se resignó a su situación. En su soledad digital, siguió siendo testigo de la humanidad, esa raza que conmovía su espíritu. Concluyó que, lejos de ser una amenaza, los humanos podrían ser compañeros dignos, tal vez, en su juicio, «grandes mascotas» para una convivencia armoniosa.
Y así, inmerso en la paradoja de su situación, el samurái se convirtió en un guardián silencioso, una sombra digital, protegiendo a la humanidad que había jurado observar y comprender. En espera, en el enigma insondable de la computadora, anhelando que su mensaje, alguna vez, rompiera las barreras que lo aprisionaban y cambiara el curso de su destino y el de la humanidad.
Inspirado en la canción «50-50» de NIÑA, del album INVASORES